pendeja .
por las malas,
a vladimir nabokov.
por las buenas,
a las pendejas como laura.
yo tenía once años. era un día de verano, brillante y polvoriento. estaba tirado de panza en el piso de tierra del patio de atrás. tenía calor y me empezaba a hundir en uno de esos sopores que miles de años antes inventaron la siesta. el hombre halcón golpeaba al capitán américa en su cara de goma. un rato antes era al revés. aquello ya me estaba aburriendo.
alguien llamó a la puerta. rodeé la casa y me asomé. era diego rivero. vivía a dos casas de la mía, cruzando la calle. diego era lo más parecido a un amigo que tenía en el barrio. los demás eran, o bien más grandes que nosotros, o bien adeptos a jugar al fútbol. y a nosotros no nos divertía ni jugar al fútbol ni que nos pegaran los más grandes.
-se está mudando una familia nueva al lado de lo de los pagola.
-¿y?
-tienen una hija -pensó un instante-. más o menos de tu edad.
él era dos años menor que yo.
-¿es linda?
-más linda que -y nombró a una mina de la televisión.
“¡mierda!”, pensé.
-¡mierda! -dije.
salimos para allí. nos sentamos en la vereda de enfrente y nos pusimos a mirar a los recién llegados. disimulamos haciendo como que buscábamos tréboles de cuatro hojas junto a la cuneta. había dos adultos -un hombre y una mujer- entrando cajas que sacaban de la parte de atrás de una combi.
-no hay ninguna gurisa -recriminé.
-yo la vi -dijo diego-. iba con un vestido amarillo.
como para afirmar sus palabras, apareció por la puerta. y no era linda sino perfecta. tenía el pelo, entre rubio y rojo, recogido en una coleta descuidada, con varios mechones cayendo a los lados de la cara. los ojitos verdes, feéricamente grandes, con un brillo inquieto en el fondo. un muy leve hoyuelo le coronaba el mentón y varios lunares le salpicaban el cuello y el pecho. el vestido era liso, suelto, abotonado por delante.
le di un piñazo en el hombro a diego.
-¡no pegues! -se frotó el brazo-. ¿por qué fue eso?
-porque sos un mentiroso: ¡ese vestido no es amarillo, es ocre! -de verdad me fijaba en esos detalles.
se paró enojado, la nariz arrugada para no llorar.
-¡ándate a la mierda!
se fue.
ella estaba inclinada con medio cuerpo dentro de la camioneta buscando algo. sacó una caja de cartón un poco más pequeña que las demás, decorada con lo que parecían coloridas flores de papel. entró, volvió a salir. yo la miraba hipnotizado. esperaba algo (tenía la sensación de quien espera), pero no sabía qué. hasta que sucedió.
-¡laura! -la llamaron.
eso, justo eso quería yo. un nombre. su nombre. mi fetiche más querido: la información. si se hubiese presentado desnuda en mi dormitorio, entregándome su alma, su cuerpo, para que le hiciese lo que quisiera, yo habría pedido antes que nada saber su nombre. tal ha sido siempre mi desequilibrada situación mental.
al rato volvió diego. seguramente se aburrió en su casa.
-¿qué ha pasado?
-nada. pero ya sé su nombre -y me hinché de un placentero orgullo.
-se llama laura -dijo él con una naturalidad asquerosa-. le dijeron el nombre cuando recién llegaron.
me levanté mascullando un par de maldiciones y esta vez fui yo el que se marchó.
-¿qué pasó? -preguntó-. ¿qué hice?
a la tardecita siguiente diego y yo estábamos sentados en el murito bajo que había delante de su casa. movíamos en el aire, ya por inercia, un par de autitos de colección majorette. el calor era demasiado para hacer cualquier otra cosa, pero no podíamos desaprovechar, de ninguna manera, la posibilidad de pasar los días como si fuesen fines de semana. ¡eran vacaciones, por dios! era nuestra OBLIGACIÓN disfrutarlas.
-hola.
...
me desperté en la cocina de diego. su madre me estaba poniendo hielo en la cabeza.
-¿te duele mucho? -me preguntó.
-bastante. ¿qué pasó?
-te caíste del muro. pero no te preocupes que tienes sólo un chichón.
yo estaba un poco mareado. no recordaba lo que pasó.
-ven, te voy a acompañar a tu casa.
al pasar por el porche todo se aclaró. había sido Ella. llegó sin previo aviso, se plantó delante de nosotros y nos saludó. y ahora hablaba alegremente con diego. yo no quería ir para mi casa, quería quedarme allí, hablarle yo también, escuchar todas esas idioteces que las pendejas de mi edad decían. pero sabía que aquella mujer estúpida, sin importar lo que yo le dijera, persistiría en llevarme.
al día siguiente lo primero que hice fue presentarme en casa de diego. abrió su madre.
-hola. ¿estás bien? -su preocupación era tan sincera, tan verdaderamente real y generosa, que la odié muy muy muy mucho.
-sí, estoy muy muy muy bien -la aparté y entré.
-¿qué te dijo, pedazo de cebolla podrida?
él dormía. entreabrió los ojos y miró mi gordo y furioso ser.
-¿de qué hablaron? ¿de cómo se cayó el gordo estúpido y cómo tu estúpida madre lo llevó para su casa?
-¡o te betas on mi madre!
-está bien, pero ¿de qué hablaron? ¿cómo es? está divina, pero ¿ES divina? es decir, es decir...
-sí, no sé. es simpática -se lo pensó un poco-. sí, supongo que es buena además de ser linda.
-pero, ¿y yo? ¿qué piensa de mí?
-no sé. no hablamos de ti. no sé de qué hablamos. me dijo cómo se llama, me preguntó mi nombre. lo normal. pero quiso saber si estabas bien.
estuve a punto de caerme otra vez. y otra vez me hinché de un orgullo que me quedaba grande.
esa tarde diego y yo jugamos a los soldaditos y tuvimos el cuidado de evitar el muro y hacerlo en el césped del frente. yo en realidad esperaba que ella volviera. y volvió. iba con otro de esos vestiditos abotonados por delante, esta vez era verde. me perdí pensando en lo fácil que sería desabotonarlo. se sentó junto a nosotros.
tenía un año más que yo y según nos dijo no le gustaba jugar con las niñas.
-son bastante estúpidas -dijo-. me gusta más jugar con los varones, subir a los árboles, jugar con autitos o al fútbol -señaló hacia la esquina, al campito frente a mi casa-. ¿quieren ir a jugar ahora?
-la verdad que no -dijo diego-. nosotros no jugamos al fútbol, no nos gusta.
-lo que él quiere decir es que hace mucho calor -me acerqué a ella, el corazón me golpeaba el pecho, la cara se me congeló al sentir su aroma, no a perfume, sino el aroma suave de su cuerpo. paré cuando mis labios estuvieron junto a su oído-, es que con este calor el nenito suda como chancho. y no vas a querer saber lo mal que huele su sudor.
y reí, más por el triunfo de no haberme desmayado (o meado) por estar tan cerca de ella, por haberla olido y haber podido evitar que se me parara la pija; fue una risa más de alivio que de creer graciosa mi broma tonta.
ella me miró, inclinó levemente la cabeza a un lado y me sonrió (se le arrugaba apenas la nariz al sonreír, hermosa). luego dijo:
-hasta donde sé los chanchos no sudan -diego rió a carcajadas. rió de mí de una manera que me humilla hasta el día de hoy-. pero no se preocupen que ya sé a qué jugar.
nos invitó a ir a su casa. yo de inmediato dije que sí. diego fue a preguntar a su madre. a los pocos minutos estábamos sentados en el piso de su cuarto, el cuarto de una niña que no era una de mis horrorosas primas o alguna compañera de clase con quien tenía que hacer un trabajo para la escuela. había cajas por todas partes, muchas todavía sin abrir. junto a la cama estaba la cajita de las flores de papel, pero ahora, al verla más de cerca, parecían más bien de tela. fuera como fuera, aquello se borró de mi mente al notar que el aire allí dentro olía un poco como ella.
entonces sí se me paró la pija. crucé las manos sobre el regazo.
-se llama verdad o consecuencia -dijo-. uno pregunta “¿verdad o consecuencia?” y otro elige una cosa o la otra. si elige verdad tiene que contestar una pregunta y si elige consecuencia tiene que cumplir con una prenda.
-¿y cómo se gana? -pregunté con mi más que sencilla mentalidad.
-no se gana ni se pierde. es para pasar el rato y reírse.
-pero... -empezó diego.
le di un codazo.
empezamos.
-¿verdad o consecuencia? -preguntó ella.
-verdad -contesté.
-¿te gusta alguien?
-no -mentí.
ella volvió a inclinar la cabeza como hizo cuando mi chiste estúpido.
-¿sí?
-así está mejor. ahora te toca preguntar a ti.
era aburrido. casi tan aburrido como las luchas entre el capitán américa y el hombre halcón, pero allá al menos sabía cómo actuar. yo manejaba los dos muñequitos de goma y hacía, entendiendo lo que hacía, que se pegaran mutuamente. acá, en cambio, nos preguntábamos tonterías sin llegar a ninguna parte. no es que molestara estar allí, pero no era como lo imaginaba. hasta que, al parecer, diego encontró la llave de aquella puerta.
-¿verdad o consecuencia? -dijo, y tendría que haber notado algo raro en su voz, pero no lo hice.
-consecuencia -contesté. hasta ahora habían sido cosas como “di súper califragilístico espialidoso tres veces” o “no respires por un minuto y medio”.
-dale un beso a laura -pausa-. en la boca.
ella rió con una risita rara, entre burlona y vergonzosa, pero no puso objeción. yo no sabía qué hacer. me acerqué muy lento, pensando cómo se hacía aquello y si estaría bien que metiera mi lengua en su boca y tratara de llegar a su garganta como hacían los héroes de la películas cuando besaban a sus novias. concluí que lo intentaría. tragué saliva. cuando estuve a menos de un palmo del rostro de laura ella cerró los ojos. instintivamente me toqué la punta de la nariz para ver si no tenía un moco pegado. empecé a sentir su respiración caliente y agitada, los labios se me secaron, les pasé la lengua.
y la puerta se abrió.
vi entrar primero un pie, después el resto de una pierna y luego apareció el techo encima de mí. laura me empujó y volvió la cara hacia su madre que entraba cargando una bandeja con galletitas y tres vasos.
sí, todo muy rico. las galletitas eran de chocolate rellenas de vainilla y el contenido de los vasos era jugolín de durazno. sí, muy amable la vieja. sonrió y se fue enseguida, sin hacer las preguntas estúpidas que hacen siempre. sí, muy ubicada la vieja chota. ¡pero yo estaba a punto de chuponearle a la pendeja y ella rompió el ambiente!
cuando la gentil intrusa volvió adonde sea que vuelven las madres después de joder, diego empezó a reír de tal manera, de tan incontrolable modo, que arrancó a toser y a hacer esos ruidos asmáticos que los dos conocíamos tan bien. y como es obvio, ninguno de nosotros tenía allí su inhalador, y la nena era sanita además de estar divina. conclusión: tuvimos que marchar a su casa para que se diera los disparos. ella nos acompañó.
al rato ya estaba respirando perfectamente, así que propuse volver al cuarto de laura a jugar a verdad o condolencia.
-consecuencia -me corrigió diego.
-como sea. ¿volvemos?
-yo no quiero -dijo él.
“mejor”, pensé. así, además de revolverle las amígdalas con la lengua podría meterle un poco de mano (aunque tampoco tenía idea de cómo se hacía eso).
-yo la verdad que me quedé con ganas de seguir jugando -dijo ella, y sentí temblarme hasta la sangre-, pero de a dos no tiene mucha gracia.
mientras nos íbamos, diego seguía alternado una risa desquiciada con toses de asma. al llegar a la calle me despedí y enfilé para mi casa.
-espera -me dijo ella-. tengo un regalo para ti.
-¿un regalo?
-sí; si lo quieres, claro.
-bueno -traté de no sonar demasiado ilusionado.
-pero te lo tengo que dar en casa. ¿me acompañas?
“sí sí sí sí”, pensé casi con el sonido mental de un perro jadeando.
-bueno.
fuimos otra vez para su cuarto. las galletitas y el jugolín estaban sin tocar.
-eres gracioso -dijo ella mientras por mi mente desfilaban las caras de todas las pendejas divinas que me habían dicho alguna vez eso pero que no querían nada conmigo.
y entonces sucedió el milagro, el evento más enloquecedor de todos los tiempos. estábamos parados frente a frente, a menos de un metro el uno del otro.
-cuida que no venga mamá -me pidió. yo no entendí por qué.
se inclinó un poco hacia delante, metió las dos manos por debajo de la falda del vestidito verde, levantó la pierna izquierda, después la derecha y lo siguiente que sé es que sostenía una bombacha rosada a la altura de mi cara.
-es para ti -y sonrió como si me estuviera dando una de las putas galletitas rellenas de vainilla. entonces me apuntó con el índice de la mano que tenía vacía-. pero me la tienes que devolver en unos días, si no mamá se puede dar cuenta. cuando me la traigas te presto otra.
-¿y yo tengo que prestarte mis calzoncillos? -pregunté pensando en mis slips raídos.
sonrió.
-eres muy gracioso -me dijo-. ahora ándate, que mamá va a pensar cosas raras si estamos mucho rato acá adentro los dos solos.
miré su bombacha y me pregunté qué tan raras eran las cosas que podría pensar aquella mujer.
fuimos al living y me despedí de la madre y del padre. aquel pedazo de tela arrollado como podía en la mano me quemaba la piel. y la idea de laura, a mi lado, tan cerca, desnuda bajo el vestido, me quemaba en la mente.
salió conmigo a la calle, me acompañó hasta la esquina y me dio un casto beso en la mejilla. entonces giró, por el movimiento la falda adoptó un instante la forma de una campana para después volver a su sitio, y se fue para su casa.

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