inframercado.


     trabajar en un supermercado no requiere de habilidades especiales. casi podría decirse que basta con andar erguido y tener pulgares opuestos. y a veces ni siquiera lo primero es imprescindible. es por esto, creo, que abundan en esos sitios los ineptos, incapaces y chupamedias. “¡hace dos meses que entré y ya soy subgerente, mamá!”, podría decir alguien. “sólo tengo que poner cara seria y mandar a los demás a hacer lo que a mí no me gusta.” no es broma, así funcionan las cosas.
     ¿por qué, cabría preguntarse entonces, existe tal cosa como los supermercados? yo trabajé en uno y sé esa respuesta, la veía todos los días en la mirada de los clientes. a la mañana, para preparar el almuerzo, hacendosas amas de casa iban a comprar lo que necesitaban; a la tarde, viejas aburridas de nada en especial y de todo en general recorrían las instalaciones con geriátrica parsimonia; y a la noche, familias completas se paseaban por allí haciendo acopio de tantas de esas cosas que no necesitaban. y todo eso sólo porque al hacer sus vidas más inventariables ven las nuestras volverse un poco más miserables. es así, por definición, los clientes son una especie de vampiro que se hace más fuerte alimentándose de las desdichas de los empleados de los lugares de venta.
     pero me fui de tema. lo que intentaba decir, nada más, era que cualquier retrasado es capaz de “hacer carrera” en el negocio de los supermercados. un día entra como reponedor (el escalón más bajo de la cadena alimenticia en esas selvas) y si se esmera lo suficiente puede ir subiendo puestos a base de hundimientos y tontas deslealtades ajenas. un encargado de depósito que afana un caramelo equivale a una vacante, un encargado de salón que se va es otro vacío para llenar. y si se está el tiempo suficiente se puede presenciar la salida de un gerente y ser la única posibilidad de remplazo que queda. es esta degeneración en las líneas sucesorias la que ha dado como resultado el advenimiento de grotescos jefes de sucursales.
     durante mi estancia en el inframundo del supermercado conocí a tres. es del tercero de quien quiero hablar.
     era de maldonado, como la cadena toda. bajo, con forma de corcho y un sutil olor a algo descompuesto (también como la cadena). se llamaba evaristo. tenía un carácter más bien tranquilo y era tan amable con nosotros como con los clientes, lo que desde un principio nos resultó sospechoso a todos. por lo general no llegaba más allá de las ocho y cinco u ocho y diez. esto quizá no parezca nada destacable, pero para la señora que haya alguna vez ido a un supermercado pidiendo “hablar con el encargado, porque esta licuadora la enchufé y empezó a echar humo y a mí me cuesta ganarme la plata, ¿sabe?”; para esa señora no será un dato menor. antes de nueve y media o diez nunca está ese encargado que se necesita, y que no es otro que el gerente.
     por supuesto que nuestras suspicacias fueron, teniendo que esperar muy poco, completamente confirmadas. le pasó primero al gordo. era viernes, el día que llegaba el camión con mercadería. el pasillo de los enlatados y los aceites era un páramo. serían cerca de las nueve de la noche. el local cerraba a las diez. invierno, lluvioso, frío. en el depósito, el negro édgar, que por entonces estaba encargado del fondo, estaba terminando de controlar los pallets que habían venido ese día y apilando lo que ya estaba pronto para que nosotros lo repusiéramos. el gordo gonzalo había agarrado un par de fundas de choclo en lata, arvejas, algunos frascos de espárragos, alcaparras. tomándose su tiempo, hablando con el verdulero, mirando algunos culos al pasar, mandaba las latitas para arriba del estante. y en eso apareció el petiso.
     -¡está haciéndolo todo mal! -nos trataba de usted, a diferencia de sus antecesores.
     -¿qué? -preguntó el gordo desde atrás de sus lentes de marco ancho.
     -¡que está todo mal! ¿no me oyó? -y le sacó las latas que tenía en las manos-. se hace así -lo hizo a un lado y se puso a hacerlo él mismo.
     el gordo lo miró, se acomodó los lentes y siguió mirándolo. y evaristo, el gentil gerente, se encargó de aquel trabajo hasta la hora del cierre.
     al día siguiente, todos hablábamos de lo mismo. el tipo era muy amable, muy simpático, llegaba notablemente temprano para ser un gerente, pero tenía una manía, una irritante y patética manía.
     pasaron los días en una relativa calma. todo iba inusualmente normal, de manera queda y sosa. hasta que a la semana siguiente volvió a pasar. esta vez fue con una de las cajeras.
     en las tardes, en especial cuando llueve y hace frío, el lugar solía caerse de vacío y quieto. y en esas horas muertas las cajeras se dedicaban a arreglar el pasillo de la perfumería. metían mano en los desodorantes y los shampoo y dejaban todo peor que antes. fue entonces que llegó nuestro amigo.
     -¡eso está mal! ¡no se hace así! -y le quitó un frasco de gel para el pelo y se encargó él.
     por supuesto que a nadie le molestaba que el gerente hiciera el trabajo en lugar de ellos. pero estaba, claro, el detalle del modo. poco a poco, la mayoría de nosotros probó aquel pedazo de costumbre del tipejo. a mí me tocó soportarlo dos veces.
     la primera vez fue una tontería y realmente resultó un alivio que apareciera. estaba intentando armar una pila de latas de durazno, de esas tan prolijitas y estúpidas y piramidales que hay siempre en los supermercados. pero no me salía. no lograba alzarla más allá de la segunda fila cuando se iba al piso. entonces oigo que se acercan sus pasitos cortos y rápidos, su voz que saluda a alguien (muy amable), los pasos se detienen detrás de mí. su voz otra vez:
     -¡koldowsky! ¿qué está haciendo? ¡ESO ESTÁ TODO MAL! -y sonreí con las entrañas.
     y el laburo, tedioso, inútil, ridículo y endeble, lo llevó a cabo él con toda la eficacia que le daba ser El Hombre. puteó, como siempre, se le saltaron las venitas a los costados de su cara enrojecida. y yo sólo tuve que mirarlo.
     la segunda vez fue un poco distinta. bastante, en realidad. era un martes por la mañana, a eso de las nueve y media o diez. el tipo de bimbo acababa de dejar la mercadería y yo la estaba colocando en su sitio. me gustaba aquello. el pan es blandito y callado adentro de sus bolsitas de nylon y su lugar estaba en una zona poco transitada del mercado. eso daba como resultado que la reposición del pan fuese una actividad tranquila, donde por lo general nadie te iba a joder. a veces a los clientes se les antojaba pasar con sus carritos repletos de boludeces justo por donde vos estabas, pero, ¿qué se le va a hacer? ésa, justamente, es la función que les corresponde a los clientes, joder. y no es de personas de bien enojarse con alguien por cumplir con su deber.
     yo, antisocial por naturaleza, ese día me hallaba más a gusto de lo normal allí en aquel rinconcito. estaba irritado, molesto sin razón aparente, de ningún modo quería estar cerca de seres humanos, menos que nunca. y entonces llegó el querido evaristo.
     -¡eso está todo mal! ¡TODO MAL!
     -evaristo -dije-, hoy no es un buen día.
     -¿QUÉ? ¡ESO NO SE HACE ASÍ!
     -evaristo, por favor, no estoy de humor.
     -¡Y A MÍ QUÉ ME IMPORTA! ¡ESO ESTÁ MAL HECHO!
     entonces perdí la compostura, la poca diplomacia que estaba intentando tener.
     -¡¡¡ME TENÉS PODRIDO EVARISTO!!! ¡HIJO DE PUTA! ¡VAMOS AFUERA QUE TE VOY A ROMPER LA CABEZA!
     entonces, como por arte de magia se calmó. dejó de tener roja la cara, se acomodó el pelo, se secó el sudor de la frente.
     -koldowsky, ¿por qué no vas arriba y te tomás media horita de descanso? estás muy alterado.
     -¡¡¡ALTERADO LAS PELOTAS!!! ¿acaso sos el único con derecho a gritarle a los demás? ¡NO! ¡ESTO SE TERMINA HOY ACÁ! ¡O SALÍS O TE SACO, PERO TE VOY A ROMPER LA CARA!
     el resto del mercado estaba en silencio. los clientes nos miraban, y ni hablar de mis compañeros. el tipo tenía cara de no terminar de creer lo que veía. salí. estaba tan enojado que ni veía. cuando llegué afuera me di vuelta pensando que no me habría seguido, pero sí lo había hecho. se paró a unos dos metros de mí, los brazos colgando a los lados del cuerpo.
     lo miré, estaba tan tranquilo que me dio asco. me avalancé sobre él. mi puño derecho iba directo a su cara. movió un brazo, luego el otro y me revolcó. así de sencillo. caí de espaldas. hice el mismo ruido que algo podrido que explotase.
     me levanté como pude. no tenía nada roto. me dolía más o menos en todas partes, pero lo más dañado era mi orgullo. lo odié más, mucho más. supe exactamente qué era aquello en el mismo instante en que me dio vuelta por el aire. era aikido. el hijo de puta era un aikidoka. pero no podía entregarme así nomás. tenía que seguir.
     me tiré otra vez arriba de él y esta vez el golpe fue más fuerte. no tenía escapatoria. si defendía mi honor me iba a reventar el cuerpo, y si protegía mi cuerpo mi honor saldría mortalmente herido. no lo pensé mucho más. me levanté y fui otra vez a la carga. ahora me torció un poco el brazo y al caer choqué con el hombro en el piso. y lo peor era que su expresión era totalmente neutra, sin nada detrás. y movido por el odio, desoyendo el instinto de conservación, lo intenté otra vez. volé más alto y más lejos. caí de costado y me arrastré un trecho. al levantarme rengueaba.
     caminé hasta él. me paré con mi cara a unos cinco centímetros de la suya, más o menos.
     -andá a que hagan los papeles. renuncio -lo pensé un segundo-. no, mejor correme.
     fue para adentro tan tranquilo como había salido. lo seguí. las cajeras, los reponedores, los clientes, los carniceros, las fiambreras, el verdulero, todos estaban allí disfrutando del espectáculo. “aikidoka puto”, pensé mientras él llamaba a la casa central para pedir mi despido.
     -te puedes ir, estás desvinculado de la empresa -me dijo, y no supe qué decirle.






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